19º domingo Tiempo ordinario (B) EVANGELIO
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.
Según san Juan 6,41-51
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: – «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?».
Jesús tomó la palabra y les dijo: – «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día.
Está escrito en los profetas: ‘Serán todos discípulos de Dios’. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
HOMILIA: NO ES NORMAL
Nadie puede venir a mí, si no lo trae mi Padre
A muchos hombres y mujeres de mi generación, nacidos en familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar que lo normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: «in-creyente» o «in-crédulo».
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre? ¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su cuerpo y su sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico? ¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento.
Aunque los cristianos tenemos razones para creer (de lo contrario, lo dejaríamos), la fe, como dice San Pablo, «no se fundamenta en la sabiduría humana». La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de «estar en la vida», que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado». Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de abrimos a la acción del Padre.
Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida. José Antonio Pagola